Y
EL MATRIMONIO
William Godwin
El problema de la convivencia es particularmente importante, porque incluye
la cuestión del matrimonio. Debemos, pues, ampliar nuestras reflexiones al
respecto. La convivencia permanente no sólo es repudiable porque traba el libre
desarrollo del intelecto, sino además porque es incompatible con las tendencias
e imperfecciones del ser humano. Es absurdo esperar que las propensiones y los
deseos de dos personas han de coincidir por tiempo indefinido. Obligarles a
vivir siempre juntos, equivale a condenarlos a una vida de eternas disputas,
rozamientos y desdichas. No puede ocurrir de otro modo, desde que estamos muy
lejos de la perfección. La creencia de que una persona necesita compañero
vitalicio, se funda en un conjunto de errores. Es fruto de las sugestiones de
la cobardía. Surge del deseo de ser amados y estimados por méritos que no
poseemos.
Pero el mal del matrimonio, tal como se practica en los países europeos,
tiene raíces más hondas. Lo corriente es que una pareja de jóvenes románticos y
despreocupados, apenas se han conocido, en momento de mutua ilusión, juren
guardarse amor eterno. ¿Cuál es la lógica consecuencia? Casi siempre el
desengaño no tarda en hacer presa de ambos. Tratan de soportar como pueden el
resultado de su irremediable error y con frecuencia se ven obligados a
engañarse mutuamente. Finalmente, llegan a considerar que lo más prudente es
cerrar los ojos ante la realidad y se sienten felices si mediante cierta
perversión del intelecto logran convencerse de que la primera impresión que se
formaron uno de otro, era justa. La institución del matrimonio constituye, pues,
una forma de fraude permanente. Y el hombre que tuerce su juicio en las
contingencias de la vida cotidiana, llegará a padecer una deformación
sustancial del mismo. En vez de corregir el error apenas lo descubrimos, nos
esforzamos por perpetuarlo. En vez de perseguir incansablemente el bien y la
virtud, nos habituamos a restringirlos, cerrando los ojos ante las más bellas y
admirables perspectivas. El matrimonio es fruto de la ley, de la peor de todas
las leyes. A pesar de cuanto nos digan nuestros sentidos, a pesar de la
felicidad que nos ha de deparar la unión con determinada persona, a pesar de
los defectos de esa mujer o de los méritos de la otra, debemos por encima de
todo acatar la ley y no lo que dispone la justicia.
Agréguese a esto que el matrimonio constituye la peor de todas las formas de
propiedad. Cuando la legislación prohíbe a dos seres humanos seguir sus propios
impulsos, se impone el reinado omnímodo del prejuicio. En cuanto procuro
imponer mi derecho exclusivo sobre una mujer, prohibiendo al vecino que muestre
ante ella sus superiores méritos y obtenga el premio correspondiente, soy
culpable del más odioso de los monopolios. Los hombres se disputan ese
codiciado premio, desplegando todo género de astucias y de malas artes con el
objeto de lograr la satisfacción de sus deseos o de frustrar las esperanzas de
sus rivales. Mientras subsista tal estado de cosas, la filantropía será burlada
y escarnecida de mil modos distintos y la corriente de corrupción seguirá
fluyendo sin cesar.
La abolición del matrimonio no traerá grandes males. Estamos acostumbrados
a considerar tal eventualidad como el comienzo de una era de depravación y
concupiscencia. Pero ocurre en eso lo que en muchos otros casos, donde las
leyes que se establecen con el objeto de reprimir nuestros vicios, son las que
en realidad los excitan y multiplican. Por otra parte, debemos tener en cuenta
que los mismos sentimientos de justicia y felicidad que en una sociedad
igualitaria eliminarán los incentivos del lujo, harán moderar nuestros apetitos
de diversa índole, llevándonos a dar siempre preferencia a los placeres del
intelecto, por encima de los placeres de los sentidos.
La relación entre los sexos será regida entonces por las mismas normas de
la amistad. Prescindiendo de toda adhesión irreflexiva, es indudable que he de
encontrarme alguna vez con un hombre de mérito que atraiga particularmente mi
afecto. La amistad que hacia él sienta se hallará en relación directa con su
mérito. Lo mismo habrá de ocurrir cuando se trate de sexos opuestos. Cultivaré
relaciones asiduas con la mujer cuyas cualidades me hayan impresionado más
favorablemente.
“Pero podrá suceder que otros hombres sientan por ella igual preferencia”. Esto
no significará dificultad alguna. Todos podremos igualmente disfrutar de su
conversación y compañía, y seremos todos suficientemente juiciosos para
considerar el aspecto sexual de estas relaciones como enteramente secundario.
Como en cualquier otro caso que afecte simultáneamente a dos personas, ello
deberá resolverse mediante mutuo consentimiento. La estimación del tráfico
sexual como algo de primordial importancia en las relaciones de la más pura
afección es fruto de la actual depravación mental. Las personas razonables
comen y beben, no por el placer de hacerlo, sino porque el alimento y la bebida
son indispensables para su existencia. De igual modo, las personas razonables
contribuyen a propagar la especie, no por el placer de los sentidos que de ello
derivan, sino porque es necesario propagar la especie. El modo como han de
realizar esta función está regulado por los dictados de la razón y el deber.
Tales son algunos de los conceptos que probablemente regirán las relaciones
entre los sexos. No es posible afirmar definidamente si bajo esa forma de
sociedad se sabrá con precisión quién es el padre de determinado niño, pero es
indudable que tal determinación carecerá de importancia. Son las costumbres de
la aristocracia, el amor propio y el orgullo familiar, lo que hace asignar hoy
especial valor a ese hecho. No debo dar preferencia a una persona determinada
porque sea mi padre, mi mujer o mi hijo, sino porque tal persona es digna de
ello en virtud de poseer cualidades susceptibles de ser apreciadas por
cualquiera. Una de las medidas que probablemente inspirará el espíritu de
democracia, será la abolición de los apellidos.
William Godwin
(1756-1836)
Fragmento de la obra “An Enquiri concerning Political Justice, and its influence
on General Virtue and Happiness”, publicado en 1793.
William Godwin “Investigación acerca de la justicia política”, Ediciones Jucar, Madrid, 1ª edición 1986,
pp.398-401
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