Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir.
Porque el placer de morir,
no me torne a dar la vida.
Cervantes
La muerte en sí no existe. La cantidad
de materia, la cantidad de movimiento, son constantes, no sólo no mueren,
también son invariables. Lo único que ha hecho, hace y hará eternamente la
materia del mundo infinito, es transformarse por efecto de las infinitas
combinaciones de que son capaces los elementos que constituyen el mundo
material.
Al pasar un cuerpo de orgánico a organizado,
se produce la vida; al pasar de organizado a orgánico o mineral, se produce eso
que llaman muerte.
Si no estuviéramos profundamente
convencidos de que Dios no existe, creeríamos en él sólo por el hecho de
existir ese benéfico fenómeno que los sabios filósofos ignorantes designan con
el terrorífico nombre de muerte.
¡Loada sea la muerte! Ella pone fin a
nuestros sufrimientos, ella preside las transformaciones incesantes de la
materia, ella hace desaparecer los seres vetustos para dar origen a los nuevos,
ella es el instrumento de la selección natural, fuente de todo progreso, ella
es la dulce amiga que nos hace desaparecer del rudo combate cuando ya ansiamos,
o cuando menos necesitamos un reposo relativo. ¡Loada sea la muerte!
Bendecimos a la muerte, y no deseamos
morir.
Deseamos, al contrario, vivir largos
años para seguir luchando y ser un soldado más en el momento de la pelea. Pero
no nos hacemos ilusiones. Comprendemos que cuando el sufrimiento físico
aniquila nuestro organismo, sería terrible que este sufrimiento no tuviera un
término determinado precisamente por la intensidad del dolor, y la idea de la
muerte nos consuela. Comprendemos que cuando los órganos ya gastados de nuestra
máquina animal se hallan estropeados por el uso, sin más esperanza que el
estropearse más cada día, sería terrible que una eternidad inflexible nos atara
a esa rueda infernal de podredumbre. Comprendemos que ínterin no venga la
igualdad social durante la vida, la dulce amiga lleva ya resuelto el problema
sociológico desde largos años, igualando bajo su rudo golpe a nobles y a
plebeyos, a parias y a magnates.
Cuando al cabo de un día pesaroso, el
cuerpo fatigado descansa en brazos de Morfeo, es aquel sueño una delicia tal
que al despertar y entrar de nuevo en posesión de nuestras penas, sentimos
hondo pesar porque aquel feliz estado de reposo no se ha prolongado. ¡Loado sea
el sueño!
¿Y la religión, que pretende eternizar
el “yo”, quiere que se la llame consuelo? ¿Y Dios, que eternizaría el
sufrimiento en los infiernos, ha de ser reconocido como archivo de bondad?
La muerte es el sueño para no
despertar. ¡Loada sea la muerte!
Fernando Tarrida del Mármol
“Acracia” III, núm.30, junio 1888.
Francisco Madrid y Claudio Venza,
“Antología documental del anarquismo español - volumen 1”. Fundación de
Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo, Madrid, 2001, pág.324
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